1º — BUSCANDO UN PRINCIPIO

En cuanto atravieso el portal del viejo edificio siento que el tiempo pierde su sentido. El olor a ambientador barato irrumpe en mis fosas nasales y atrapa recuerdos de lo más profundo de mi memoria.

De repente me siento diez años más joven, y cuando noto que los ojos lerdos de Paco, el portero, me lanzan destellos desde su rincón habitual, al fondo del vestíbulo, dudo de que no sea así realmente.

Respondo a la llamada muda del empleado con una sonrisa, muy a mi pesar, y éste se levanta solícito de la silla y me enseña una sarta de dientes enormes, amarillentos y disparejos, más propios de un primate que de un ser humano.

Cuando abandona el asiento y camina hacia mí compruebo que su zancada es desigual, parece zambo y sus brazos se sacuden desgarbados y sin gracia a ambos lados del cuerpo. Su estampa también resulta patéticamente simiesca.

— ¡Señorito Mauricio! ¡Cuanto tiempo sin verle! —su tratamiento suena rancio y chirriante, y me hace torcer el gesto involuntariamente.

— ¿Viene de visita…?

Insiste, y su pregunta me obliga a caer en la cuenta de que ni siquiera soy muy consciente de haber conseguido escapar alguna vez de este lugar. En realidad tengo la sensación de que regreso a casa después de la facultad, como cada tarde durante muchos años… Es extraño, este instante me parece una broma malintencionada, una mezcla malévola del presente y el pasado, o del sueño y la vigilia…

El comienzo de una pesadilla, tal vez…

— Sí, vengo a dar una vuelta a mi padre.

Tiende su diestra hacia la mía e inclina la cabeza a modo de reverencia ridícula y servil. Su coronilla está desprovista de pelo, como la tonsura de un monje, y el tacto de su mano es baboso, húmedo y pegajoso, como de alga marina…

Nunca me ha gustado demasiado este tipo. Se me antoja rastrero y lameculos al estilo de los porteros que aparecen en las películas de los 60.

— Su padre se alegrará de verle…

Yo no estoy tan seguro, pero asiento sonriente a Paco mientras entro en el ascensor.

Oigo su “adiós”, demasiado efusivo para mi gusto, cuando estoy a punto de cerrar la puerta y contesto sin mirar, con un gesto de la mano.

Sí, definitivamente el portero me parece un personaje peculiar, trasnochado y anacrónico…
Refriego la mano derecha inconscientemente en la trasera de mi vaquero, antes de pulsar el numero 9.

Los recuerdos siguen amontonándose en mi mente —encerrado en este cuartucho ostentoso hecho de espejos, moqueta y bronce— y pienso con tristeza que casi ninguno es agradable. Miro a mi alrededor y ya no veo al niño flacucho que se entretiene en escribir palabras obscenas sobre su propio vaho, adherido al cristal. Ni tampoco al adolescente desgarbado que inventa excusas apresuradas mientras mira su reloj de pulsera con angustia, a altas horas de la madrugada. El tipo que tengo ahora frente a mí es un hombre maduro con aspecto de escritor extravagante o, quizá, de fotógrafo de safari, aunque no hay más que mirarlo a los ojos con un mínimo de atención para darse cuenta de que su mente está hilvanando alguna excusa razonable y apresurada, como el adolescente que fue no hace mucho…

Un campanilleo absurdo, amodorrado en algún altavoz oculto en el interior del elevador de lujo, me advierte —igual que entonces— que debo enmendar mi compostura antes de que se abra la puerta.

El ascensor se detiene con brusquedad y la cámara de vídeo, pendiente de mi hombro por una cinta de piel, está a punto de caer al suelo.

Sin saber muy bien por qué, me dejo llevar por mis antiguos temores. Miro al espejo un instante y procuro recomponer mi apariencia. El trípode, la mochila y la cámara, cuelgan de mi cuerpo y me hacen parecer un perchero trashumante o un árbol de Navidad desahuciado. Mi estampa esta tarde no es la más adecuada para presentarme ante mi padre después de diez años de ausencia… Reconozco este sentimiento de culpa antiguo cuando mis ojos se enfrentan inesperadamente a los del espejo, y sólo entonces soy capaz de volver al presente.

— ¡Eres un gilipollas, Mauri!

Mi voz se ahoga casi antes de haber sido emitida, absorbida por la gruesa moqueta del suelo, pero es cierto, preocuparme por mi aspecto en estos momentos es la estupidez más grande que se me ha podido ocurrir. Me avergüenzo de mi naturaleza dócil y las orejas me arden de rabia.
Desde hace tres días no dejo de preguntarme qué bicho habrá picado a don Mauricio Jiménez, aunque las palabras de su secretaria me parecieron lo suficientemente explícitas por teléfono…

¿O no…?

La última conversación que mantuve con él, si se la puede llamar así, me dio una idea bastante diáfana de su opinión sobre “el inepto de su hijo y sus cobardes decisiones…”

¿Es posible que haya ocurrido algo capaz de hacerlo cambiar de idea…?

— ¡Menuda estupidez!

Ahora he oído perfectamente mi voz reverberar en el hueco de la escalera.

Clavo los ojos en la última puerta de la derecha, al fondo del pasillo. Entre ella y yo un suelo inmaculado y brillante, apenas doce metros de mármol gris elegantemente veteado de blanco, que ahora no estoy tan seguro de querer atravesar.

Me siento estúpido.

Después de diez años de absoluta indiferencia, un frío mensaje de su secretaria y una explicación absurda y descabellada no son razones suficientes para regresar. Pero aquí estoy, con los ojos clavados en los cuarterones del 9ºB mientras la memoria se obstina en rebobinar hasta la tarde en que atravesé ese umbral por última vez…

Todo habría podido ser sencillo, un simple intercambio de pareceres, si el profesor Jiménez hubiese ejercido de padre por una sola vez en su vida. Pero supongo que aquello era esperar demasiado de una mente estereotipada, deformada por el ejercicio obsesivo de la ciencia hasta convertirla en una analista experta en tests de conducta, pero nada más. Los sentimientos no tienen cabida en su mente superdotada, y aquella tarde me lo dejó bien claro…

— Mauri, no puedes desperdiciar tu vida… “escribiendo” —masculló la palabra de manera que sonó soez, insultante. Solo él sabe hacer este tipo de cosas en el tono más educado, sin subir ni un decibelio el volumen de su voz, sin que un solo músculo de su cara se altere… Pero yo entendí.

— Lo siento papá, pero es lo que quiero hacer…

— No es para esto para lo que te he preparado durante tantos años.
Me miraba a los ojos y yo en los suyos no veía brillo alguno, sólo puro interés científico.

— No soy un perrito al que se enseña de pequeño —contenía mi rabia a duras penas y mi cara reflejaba perfectamente lo que sentía por dentro—. Suelo pensar por mí mismo.

— ¿Quiere eso decir que has tomado una decisión tú solo…?

— Eso es.

Tragué saliva y mantuve su mirada a duras penas. Estaba asustado pero no temía su ira, sino su indiferencia.

— En ese caso —sacó la pipa de tabaco del bolsillo interior de su chaqueta y me dio la espalda—, será mejor que sigas tu propio camino… solo.

La oscuridad se cierne repentinamente sobre mí y me obliga a reaccionar. Avanzo un par de pasos y tanteo la pared hasta dar con el interruptor de la luz.

Han pasado diez años desde la tarde en que me echó de su casa de forma vil, indiferente, flemática. Diez años desde el día en que me juré a mí mismo que jamás volvería a poner los pies en este pasillo oscuro, testigo mudo de la incomprensión de un padre que apenas supo ejercer de tutor frío y calculador. Sin embargo aquí estoy de nuevo, movido, sin duda, por una absurda esperanza. No consigo imaginar lo que tiene para mí. Su secretaria fue escueta: “Su padre necesita un biógrafo y ha pensado en usted…” No sé qué puede significar eso. Se me ocurre que algún paciente suyo esté buscando un escritor pero, aún en ese caso, resulta peregrino pensar que el profesor Jiménez decida aprovechar alguna ocasión para beneficiar a su propio hijo…

Mis dedos tiemblan visiblemente cuando presionan el timbre de la puerta. Respiro hondo y me juro a mí mismo que no le daré el gusto de seguirle el juego. Yo también puedo aparentar imperturbabilidad. No permitiré que lea en mi rostro lo que ocurre en mi corazón…

A pesar de mi propósito, intento adelantarme a los acontecimientos inconscientemente, no lo puedo evitar. Y me entretengo en imaginar que escribo la biografía de Mauricio Jiménez, eminente psiquiatra reconocido en todo el país…

¿Podría hacer algo así…? Y si lo hiciera ¿Sería capaz de abordar un tema que me atañe de una manera tan personal…?

La puerta se abre inesperadamente y las palpitaciones se multiplican por mil en mis sienes. Trago saliva y miro a la chica que tengo frente a mí.

— ¿Mauricio Jiménez…?

Ni siquiera me da la oportunidad de abrir la boca. Tira de la puerta hacia su cuerpo y me indica un camino que sería capaz de recorrer con los ojos cerrados.

— Su padre está ocupado, pero le atenderá en seguida.

Olvido momentáneamente mi zozobra mientras la sigo a lo largo del oscuro pasillo, más pendiente del contoneo de sus caderas leves y el balanceo sutil de la melena rubia que corona su cabeza. Es una chica muy joven, atractiva y con un brillo perspicaz en sus ojos azules. No la conozco, pero esto no es raro ni se debe a mi larga ausencia. Doy por hecho que habrán pasado por esta consulta diez chicas diferentes, una por año. Mi padre se sirve a su antojo, y desde que puedo recordar, de las alumnas de la facultad para utilizarlas como ayudantes. Asegura que así les echa una mano, económicamente hablando, al tiempo que les da la oportunidad de vivir en directo el trasiego de una consulta psiquiátrica. Nunca he puesto en duda su argumento, ni siquiera en los peores momentos de su separación con mi madre, pero también es cierto que por esa mesa que tengo delante en estos instantes no ha pasado ni una sola chica poco agraciada, ni física ni mentalmente…

Tomo asiento sin que me lo pida en uno de los sillones más cercanos a la ventana de la sala de espera, no sin antes dejar mis cachivaches bien apoyados en la pared. Por su parte, ocupa su silla frente al ordenador y me mira con gesto eficiente, como si se asegurase de que me acomodo sin problemas.

— ¿Llevas mucho tiempo con mi padre?

— Desde que empezó el curso —apenas levanta los ojos de su cuaderno para responder—. En realidad me queda un mes escaso para que cumpla mi contrato.

Me sonríe distraídamente mientras su mano derecha se desliza sobre el papel a una velocidad increíble. Tengo la sensación de que la conversación no forma parte de sus planes para esta tarde, así que, me aseguro de que mis trastos de faena reposan adecuadamente en el rincón y después finjo que me interesa lo que ocurre al otro lado de la ventana, pero la realidad es que mi pensamiento vuelve al recoveco oscuro del que había conseguido escapar hace apenas unos instantes.

Sin embargo, esta vez mi fortuna es relativamente buena. Tras medio minuto de observar con desidia el ir y venir de los transeúntes, nueve pisos más abajo, la puerta del despacho se abre —justo frente a mí— como el telón de un escenario y me ofrece un espectáculo insólito, extraño, como sacado de un enigmático sueño: una mujer rubia, enfundada en unos vaqueros grises, guarda unos papeles en su mochila, levemente inclinada sobre la mesa de mi padre. No consigo ver su rostro, oculto tras el cabello del color de la miel, hasta que, de alguna manera, parece adivinar mi mirada inquisitiva sobre ella y me responde con un destello de sus grandes ojos azules…

Mi desconcierto es total porque me parece ver la versión exacta de la chica del ordenador, pero dentro de quince años… La mujer me observa un instante, antes de rematarme con un destello sagaz de sus pupilas…

No me lo puedo creer y miro a la estudiante, a la izquierda de la puerta, completamente aturdido. Pero ésta sigue en su tarea, ajena a todo lo que no sea su cuaderno o la pantalla del ordenador.

No es más que un flash, como dos secuencias extrañas en el transcurso de una película, y apenas me da tiempo a aplicar la lógica al hecho porque, quince segundos más tarde, una voz me taladra el cerebro y hace que olvide todo lo demás… Miro otra vez hacia la puerta y veo la mitad del perfil de mi padre asomar por el borde del vano de la puerta. La mujer ya me ha dado la espalda y se dirige hacia la salida…

— Pasa, Mauri, te estaba esperando.

No advierto emoción, alegría o sorpresa en su entonación, y se me ocurre que ya tengo el principio en el supuesto de que tuviese que escribir la biografía de mi padre: “voy a contar la historia de un témpano de hielo…”

(Continuará…)

No hay comentarios: